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Chantal
Mouffe plantea la necesidad de aceptar distintos modelos de democracia en un
mundo multipolar y destaca las recientes experiencias en América latina “que
muestran que es posible luchar contra el neoliberalismo”. También defiende la
idea de alternativa por sobre la de alternancia.
Pagina
12- 21/10/12
En
un mundo multipolar, la democracia no puede ser un modelo único, exportado
desde Europa y Norteamérica al resto del mundo. “Hay que aceptar que va a haber
distintas formas de democracia, que corresponden a su adscripción en distintos
contextos históricos”, dice la politóloga belga Chantal Mouffe. En perfecto
castellano, modulado por una tonalidad francesa, Mouffe reivindica las experiencias
democráticas latinoamericanas, en las que observa no un rechazo al modelo
liberal-democrático occidental, sino una rearticulación de esas tradiciones
pero “con predominio de la soberanía popular”.
–¿Cómo
caracterizaría las diferencias entre las democracias europeas y las actuales
experiencias democráticas en Latinoamérica?
–En
la medida en que uno acepta, como es una tendencia importante hoy en las
ciencias sociales, que no hay una modernidad sino muchas trayectorias
diferentes hacia lo que se puede llamar modernidad, en la medida en que uno
acepta la existencia de diferentes modernidades alternativas, también hay que
aceptar formas múltiples de democracia. El modelo que es específico de Europa
incluye una cierta articulación del liberalismo y la democracia, es una
articulación entre dos tradiciones distintas, muy influenciada por la tradición
judeocristiana y por la reforma protestante. Es una articulación contingente,
no necesaria. No es legítimo pretender que ese modelo occidental sea aceptado por
el resto del mundo. En el caso de América latina, uno no puede decir que la
región no es parte de Occidente, pero eso tampoco quiere decir que
Latinoamérica deba aceptar el modelo europeo. Creo que hay que pluralizar la
idea de Occidente, aceptar variaciones en su interior y hablar de Occidentes.
En las experiencias de las nuevas democracias de Sudamérica no hay un rechazo a
la tradición liberal, pero sí hay una articulación distinta entre las
tradiciones liberal y democrática.
–¿En
qué consiste?
–En
Europa, el elemento liberal de las democracias se ha vuelto absolutamente
dominante, mientras el elemento democrático, el de la igualdad y la soberanía
popular, ha sido subordinado y, en algunos casos, eliminado. Si uno pregunta en
Europa qué es la democracia, responden Estado de derecho, respeto de los
derechos del hombre, separación de poderes, pero nadie va a hablar de soberanía
popular y de igualdad. Algunos teóricos hasta sostienen que todo eso se ha
vuelto obsoleto. No es sólo que la tradición liberal se ha vuelto hegemónica,
sino que hay una interpretación específica, neoliberal, de esa tradición. Esto
es lo que ocurre en Europa y en Estados Unidos, por eso es que muchos teóricos
hablan de una posdemocracia, de una democracia que ha perdido todo sentido democrático.
Contra los teóricos que consideran que el principio democrático y el liberal
van necesariamente juntos, yo defiendo la tesis de que hay una lucha entre esas
dos tendencias. En la historia europea, hubo momentos en que predominó el
elemento democrático y en otros dominó el elemento liberal, como ocurre hoy.
Ese predominio del componente liberal es lo que están poniendo en cuestión los
gobiernos latinoamericanos, que han puesto al elemento democrático como
elemento principal. El elemento liberal no ha sido eliminado, pero está
subordinado. Por eso es que en Europa no se entienden las experiencias
latinoamericanas y hay hostilidad hacia ellas, no sólo desde la derecha,
también desde la izquierda. ¿Por qué no puede aceptar a estas democracias latinoamericanas?
Tienen una cierta idea de que la democracia es el predominio de los
procedimientos liberales. Lo fundamental para entender a las democracias
latinoamericanas es que no se trata de un rechazo al modelo
liberal-democrático, sino de una rearticulación con predominio de la soberanía
popular.
–Usted
ha criticado el principio de alternancia en el poder y, en su lugar, ha
defendido la necesidad de que las democracias ofrezcan alternativas. ¿Cuál es
su postura ante las reelecciones presidenciales?
–Acabo
de leer un artículo en Le Monde Diplomatique, donde José Natanson argumenta
contra la re-reelección y considera que hay que poner límites al poder del
pueblo. Estoy de acuerdo con que el poder del pueblo debe tener cierto marco,
pero uno no puede decir que países donde existe la posibilidad de la reelección
indefinida, como Venezuela, sean menos democráticos que países sin esa
posibilidad, como los europeos. En Europa se da una situación de alternancia:
hay elecciones pero el pueblo no puede realmente escoger entre proyectos
distintos. Elegir entre centroizquierda y centroderecha es prácticamente como
elegir entre Coca Cola y Pepsi Cola. A partir de eso trato de explicar la falta
de interés en la política representativa, la gente advierte que no hay diferencia.
Desde mi perspectiva, el criterio para saber si un país es democrático es si a
la gente se le da la posibilidad de escoger, si tienen alternativas y no
simplemente alternancia entre partidos distintos que, una vez en el poder, no
hacen ninguna transformación fundamental. El problema de la reelección lo veo
como un fetichismo de ciertos procedimientos liberales. También es algo muy
reciente, porque hasta hace poco un país como Francia no tenía ningún límite
para la reelección del presidente. Se dan situaciones absurdas, como en Chile,
donde el presidente puede tener un solo mandato. Michelle Bachelet era una
persona muy popular y podría haber sido reelegida, pero la normativa no se lo
permitía: eso sí que es una traba al poder del pueblo. La reelección puede ser
una manera de luchar contra el predominio del liberalismo sobre la democracia.
Evidentemente, eso no quiere decir tampoco que se deban abandonar todos los
límites liberales.
–En
su razonamiento, la alternativa queda atada a la figura del líder que ejerce la
presidencia, pero también se podría pensar en que, dentro de un mismo espacio
político, distintas figuras encarnen esa alternativa. Para decirlo de otra
manera, la reelección indefinida ¿no promueve la debilidad de un proyecto al
ligarlo a una sola persona?, ¿no elimina un incentivo a que los partidos
generen mayor democracia interna y a que los gobiernos distribuyan el ejercicio
del poder?
–Claro
que, idealmente, es mejor cuando no hay una sola persona de la que depende un
proyecto, porque eso siempre es muy peligroso. No es lo ideal. Pero cuando ése
es el caso, no veo por qué no puede admitirse la reelección de esa persona.
Idealmente, hay que crear las condiciones donde haya varias personas
identificadas con un proyecto. Pero, cuando eso no ocurre, sería absurdo poner
en riesgo un proyecto.
–¿Encuentra
alguna relación entre las diferencias de las democracias latinoamericanas y
europeas y los modos en que una y otra región están enfrentando la crisis del
capitalismo global?
–Lo
que me parece muy interesante de las experiencias de Sudamérica es que se está
poniendo en cuestión el modelo neoliberal: la ruptura con el FMI, la creación
de instituciones regionales, una apuesta al desarrollo de un modelo
alternativo. En Europa no parece haber interés en salir del neoliberalismo, y
eso está relacionado con esa situación de posdemocracia, donde no hay
diferencias claras entre centroderecha y centroizquierda. El problema
fundamental es que se ha creado una especie de consenso al centro –el modelo
teorizado por Tony Blair, por Anthony Giddens–, la idea de que después de la
caída del Muro de Berlín ya no hay antagonismos y que no hay alternativas al
modelo neoliberal, un marco en el cual los partidos de centroizquierda apenas
pueden gestionar de manera un poco más humana esa globalización neoliberal.
Pero en esos partidos no se ve ninguna tentativa de romper. Hay que reconocer
que la Unión Europea no ayuda, porque tal como existe es parte del modelo
neoliberal. Todas las medidas que está desarrollando la UE tratan de encontrar
una salida neoliberal a una crisis provocada por el neoliberalismo. Soy
profundamente europea y no quiero romper con la UE, pero creo que necesita un
cambio muy profundo, para que empiece a permitir el desarrollo de un modelo
alternativo. Afortunadamente, en forma muy reciente, en algunos países se está
empezando a ver el nacimiento de partidos políticos que se sitúan a la
izquierda de los partidos socialistas, que quieren llegar al gobierno –no son
partidos de protesta– y desarrollar un modelo distinto, como el Partido de
Izquierda en Francia, Syriza en Grecia o Die Linke en Alemania. Eso a muchos
nos da esperanza de que pueda haber una puesta en cuestión del modelo
neoliberal. En esos partidos hay un enorme interés por lo que pasa en América
latina. Muchos creemos que hay que latinoamericanizar Europa, hay que aprender
de estas experiencias que muestran que es posible luchar contra el
neoliberalismo. Acá están más avanzados. Claro que han pasado por experiencias
muy dolorosas...
–Al
comprender al conflicto como inherente a la política y al considerar al
consenso racional como imposible, usted plantea que la tarea de la democracia
es transformar los antagonismos (la confrontación amigo-enemigo) en agonismos
(adversarios que se reconocen derechos). ¿La responsabilidad de esa
transformación se la atribuye a la sociedad y sus organizaciones en su
conjunto? ¿O en particular al poder del Estado?
–Evidentemente,
el Estado tiene un rol importante, pero también los partidos políticos, que son
parte de la sociedad. La política necesariamente implica un nosotros y un
ellos. Lo específico de la política son los conflictos que no se pueden
resolver nunca de manera racional, poniéndose de acuerdo, por eso es que he
criticado el modelo deliberativo. En la sociedad siempre hay sectores
enfrentados. El conflicto tiene que ver con relaciones de poder, con la
hegemonía. Esto es lo que la perspectiva liberal no quiere reconocer. El
marxismo lo reconocía, pero lo limitaba a la lucha de clases, que no es la
única forma posible de antagonismo. Entonces, el objetivo de la democracia no
es encontrar los procedimientos para poner a todo el mundo de acuerdo, porque
eso no es posible, sino encontrar cómo manejar el conflicto. Si el conflicto se
da de manera antagónica, en una confrontación amigo-enemigo, donde no se
reconoce la legitimidad del oponente y se trata de eliminarlo, sobre esa base
no es posible organizar una sociedad democrática. Por eso es que muchos
liberales creen que tienen que negar la dimensión del conflicto para pensar la
democracia. Yo creo que el conflicto se puede dar también bajo la forma del
agonismo, que no elimina el conflicto sino que en lugar de plantear una
relación amigo-enemigo plantea una relación de adversarios. Si bien hay una
lucha hegemónica, esa lucha se da bajo ciertos procedimientos democráticos. La
tarea fundamental de una política democrática es crear todas las instituciones
y los procedimientos para permitir al conflicto manifestarse de una manera
agonística. Si eso no existe, el conflicto aparece bajo formas violentas. Por
eso creo que hay responsabilidad de los partidos, que tienen que considerar a
los otros como adversarios, no como enemigos a eliminar. Pero también es
necesario al nivel del Estado que existan los canales que permitan esa
expresión. Para tener una lucha agonística, es necesario que de los dos lados
haya reconocimiento agonístico.
–¿Cómo
analiza, desde esa perspectiva, casos como los de Venezuela o Argentina?
–El
caso de Venezuela es particularmente interesante en ese sentido, porque parece
que se está dando un movimiento del antagonismo al agonismo. Durante toda una
primera etapa, la oposición no admitía a Hugo Chávez y lo trataba como enemigo,
intentaron darle un golpe de Estado: ése es un trato antagonista. Ahora –si no
es una maniobra– parece haber un cambio: aceptaron entrar en las elecciones,
Henrique Capriles no propone destruir todo lo que hizo Chávez y reconoce muchas
cosas; parece estar creando las condiciones para lo que llamo un consenso
conflictual –porque para que haya lucha agonística es necesario que haya una
base común entre los adversarios, el respeto por ciertas reglas del juego–. En
el caso de la Argentina, me parece que la situación es parecida a lo que era
Venezuela antes de Capriles, porque no hay un consenso conflictual. Desde la
oposición no se plantea una política de confrontación agonística con el
Gobierno, me parece que hay tentativas de deslegitimarlo y ponerle trabas a
algunas medidas –como el caso de la ley de medios–. No es una oposición constructiva,
no parece proponer ningún proyecto alternativo, sino solamente tratar de
impedir lo que propone el Gobierno.
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